Con los ojos grandes, transparentes, brillantes, portadores de esa mirada lúcida a la par de ingenua, Sebas mira al cielo y descubre ese azul, que la propia luz de algo que él aún no sabe que existe, le da una especial intensidad. Hipnotizado por ese descubrimiento, no puede dejar de mirar y cuando una tímida nube aparece ante su perspectiva, sólo puede señalar con su dedito mientras que tira de la falda de su madre para expresar un (¡Uh!). La madre, intuitiva, se baja a su altura y con dulzura le indica que es el cielo, que está muy bonito, que lo que le refleja, se llama sol y que es una de las maravillas del mundo en que vive. Sabe que esta última frase no la ha entendido, pero sí su gesto, su mirada, su sonrisa y su tono de voz.
La mente de Sebas se armoniza con la escena visual y se tranquiliza con la presencia de su madre, complaciente y complacida de tener un niño curioso y así, poder enseñarle este tipo de acontecimientos. Sebas no sabe que hay miles de niños como él, que con la misma intensidad ingenua, con la misma transparencia y asombro miran un cielo negro, escuchan el sonido aterrador de las bombas, los gritos y llantos de desconsuelo, sienten el frío como si formara parte de la normalidad. Sebas no sabe, no, que tener una madre complacida no siempre es posible para desgracia de ella y desconsuelo de otros hijos.
No lo sabe ni falta que le hace, porque el problema no se resuelva con que el pequeño Sebas lo aprenda, sino por procurar que los otros niños vivencien el azul y no el negro, el susurro y no el grito, el calor y no el frío