Si quitamos la cobertura que nos envuelve, más allá de diferenciación física, la que nos indica lo que somos, sólo nos quedaríamos con la esencia de ser personas. Entonces, no se hablaría de Violencia de Género, se hablaría de Violencia por el Poder de la Fuerza. Fuerza que a veces se gesta a base de machetazos y que otras va minando la moral de la víctima a base de palabras tóxicas, de gestos invasivos, de actos indignos. Porque sin la necesidad de ese Poder no habría la violencia. Ese poder que hace creer a un agresor que la víctima es suya y por tanto, que tiene que obedecerle y si no cede, ya buscará él el momento para vengarse. Esa violencia a veces impulsiva y otras muchas pensada y observada, alimentada por la propia frustración de perder eso, el Poder. Cegado por la miseria de sus propios pensamientos, no puede percibir la valía de la persona que tiene al lado porque sólo se centra su propia necesidad. Tanto, que ni siquiera ve a ese niño pequeño, sangre de su sangre. Ciego, mata y arrebata la oportunidad de vida, desafiando las leyes de la propia naturaleza, de esa protección a la especie, al clan.
Hechos que están en la Raíz de una cultura que se resiste a caducar. Hay que ir a la raíz para erradicarlos, como el árbol que está envenenado por el gusano más vil. La raíz está en la Educación y la educación empieza en la Familia. Es el momento para plantearse planes para que no haya esa ansia de Poder, sino ese deseo de compartir y crecer, sin esa amenaza. Un Reto, quizá el mayor, pero absolutamente necesario.