Cuando  transmitía su mensaje desde que llegó de su viaje por el mundo, observaba cómo las personas que le escuchaban asentían con convencimiento.
Era un buen orador. Decía todo aquello que muchas oídos necesitaban escuchar, pero no atreverían nunca a soltar las cadenas que les ataban a su comodidad. El miedo les acompañaba. Un miedo a un futuro incierto, un miedo que comenzaba por “…¿Y sí…?”
Era un buen orador y consiguió que su palabra si hiciera eco a través de las ondas, a través de la pantalla, a través de las redes, a través de unos a otros… Entonces, se ilusionó con la idea del cambio.
Se emocionó con la idea de que realmente, podría influir y que la esencia de su mensaje, que era el mensaje del Ahora, del viaje interior, pudiera “calar”  en los demás.
Era un buen orador y no se sabe si precisamente por manejar tan bien esta habilidad, sucedió que mientras conseguía lo que pretendía, dejó poco a poco de escucharse. No se dio cuenta de que su público era el de la butaca, la comodidad, el consumismo, la oportunidad y no reparó en que lo que decía, era el mensaje que muchos otros gurús venían transmitiendo desde hacía décadas. No. Se dejó llevar por lo que podría conseguir y cuando vino a darse cuenta de que su oportunidad pasaba por su negocio, ya era demasiado tarde.
Convirtió la idea en su medio de vida. Sacó fuera de sí la esencia para ser original y conseguir sus beneficios. Se distinguió y mientras lo hacía, la planta que sembró iba enredando su cuerpo desde los pies, suave y casi sin presionar. Su ego se sentía libre y fue sufriendo amnesia.
Al cabo de los años se hizo famoso. Fue inspiración para otros. Nunca fue consciente de que, en realidad, no fue por su mensaje inicial, sino por el escaparate de éxito que consiguió por él. Porque nunca fue consciente de que cuando inició su viaje, no fue por  exceso de generosidad, sino por escapar de una realidad que no le satisfacía…