En medio de una calle angosta, pedregosa y como de otra época, se encontraban tres mujeres de edades muy diferenciadas, pero de actitudes similares. Andaban y reían, reían y se miraban con admiración y respeto. La más mayor llevaba un bebé en brazos, morenito, pequeño, tranquilo y que las miraba con tranquilidad y cariño. No tenían rumbo fijo. Paseaban por ese pueblo deshabitado como si no importara más que sus propias presencias, sintiendo el halago de la propia compañía.
Bajaron una cuesta que llevaba a un arco generoso, pero al traspasarlo, de repente, una nube se posó sobre ellas de forma violenta y comenzó a descargar toda su ira, provocando que dieran la vuelta sobre sus pasos y corrieran cuesta arriba con cierta dificultad. Viento y lluvia causaron que el bebé fuera despojado de sus ropas; pero la mujer más mayor le arropaba con su propio cuerpo, bajo el amparo de sus brazos, mientras le susurraba que no tuviera miedo, que estaba seguro. La mujer más joven dirigía con inteligencia la misión de refugio y la mujer mediana, cubría las espaldas de la anciana y del bebé, para atenuar un poco el racheo de un agua que no cesaba.
Las emociones contenidas por el instinto de supervivencia se desbordaron cuando la mujer joven encontró un refugio y todas, abrazadas, con el bebé en medio, consiguieron darse calor, mirar en silencio hacia afuera sin entender el porqué de ese aviso de la naturaleza. Emocionadas de tenerse, esperaron a que descampara, porque como dijo la mujer sabia: “No os preocupéis hijas, siempre que llueve, para y siempre que para algo bueno pasa, por diferente, por limpio, por novedoso”. Las otras mujeres escucharon y no dijeron nada; sólo, esperaron conscientes y seguras del consejo de quien provenía más allá de lo que se ve.