pared-agujeros

Iker se cansó de mirar. Un día se acopló a la anchura de su agujerito y lo traspasó. Con el corazón exaltado por la aventura, se lanzó a lo que ese mundo desconocido le podría ofertar. Era tanta su expectación, que a medida que se adentraba en él, su memoria se difuminaba.

Sólo le importaba lo que ese momento le podría ofertar: la novedad.

Lejos iba quedando la abulia de su vida íntima para que la pasión cobrase protagonismo y, como la memoria es caprichosa, movía los hilos de su conciencia para justificar que era más vital para su vida, ocultar lo que en ese momento encontraría.
Así, la ocultación sería su mejor aliada; así no haría daño a nadie.
Iker, conseguía convencerse así mismo de que si nadie sabía nada, nada malo estaba haciendo. Sólo escuchaba el eco de su latido para elucubrar con nuevas sensaciones que mujeres pasajeras podrían aportarle, ésas que le acompañarían sin compromiso en este nuevo momento para que cuando se acostara cada noche, en la soledad compartida de sus sábanas, pudiese tener la sensación de nuevo, de sentirse vivo.
Ya no había vuelta atrás.