En esta tercera entrega, recién estrenada la sexta semana de estar recluidos en casa, observo que las emociones están en una montaña rusa. Durante la semana santa decidí no escribir estas crónicas porque estaba muy cansada (saturada, diría yo) y aproveché para oxigenarme desde una perspectiva no intelectual. He de decir, que me vino bien y que fui consciente de cómo el estrés (y en especial el laboral) de este impacto tan grande para nuestras vidas estaba haciendo mella en mi persona (creo que es algo común por lo que he hablado con mis amistades y familia).
Así que desde la semana pasada he tenido mucho anhelo de una cosa muy básica para mi vida: andar por la calle bajo el cielo (independientemente del color que tenga) Incluso aunque lloviera (cuando a mí no me gusta mojarme). Así que a pesar de que ya estaba haciendo deporte en casa, me di cuenta de que en cuatro semanas casi había andado y que eso de que mientras hablo por teléfono y me voy moviendo, no era suficiente. Entonces, me puse mis zapatillas y decidí “hacerme un Forrest Gump” a diario. Llegué un día a 7,5 km y mi entorno se asombró tanto… que eso me animó (porque la casa donde vivo es de tamaño normal, le salva un pequeño patio que me permite en el circuito que me he hecho ver un trocito de cielo) Ahora, eso sí, he sentido un gran agradecimiento de poder tenerla. A veces, en mi patio sobre todo tras los aplausos, bailo a solas, pero el hecho de estar como en la calle, me genera una sensación especial. No es un reto del modo en que nos anuncia en las televisiones, sino una adaptación de cómo seguir cuidándome.
Este gesto me ha hecho recuperar bastante el tono sobre todo ante los momentos de tristeza que he tenido: por no ver a mis hijos en Semana Santa sobre todo, por no poder ir a mi Madrid del alma para compartir con mi familia, amigos, ir a los teatros, exposiciones o sencillamente tener el aire de libertad en el minuto uno que el tren se detiene en Atocha (momento en que respiro profundamente y observo la pluralidad tan especial que hay en mi tierra, que como yo digo es “oxígeno en vena”) Pero esos momentos no son nada comparables con dos: el primero ha sido la muerte por coranovirus de mi gran amigo, mi “Ángel de la Guarda” Everardo: un sabio señor de 81 años que me ha aportado en la última década su atención, cariño, consejos a modo de un padre; el pensar que sus hijos no le pudieron acompañar y murió solo y el ponerme en su lugar porque además, su mujer está también ingresada por el mismo motivo. Esa tristeza se fue calmando porque era de una profunda convicción religiosa, coherente y práctica y sé que me diría: “mi querida amiga, ahora estoy bien”.
El segundo momento también provocó que se me cayeran las lágrimas a modo de tristeza e indignación cuando esas personas que trabajan para nosotros recibieron notas de algunos de sus vecinos incitándoles a que se fueran de sus viviendas. No daba crédito de hasta dónde el miedo puede llegar a que el ser humano sea miserable. ¿Cómo se puede aplaudir a quienes nos atienden y luego querer apartarles como si fueran leprosos? ¿Cómo se puede dar las gracias a una cajera o cualquier persona de un trabajo esencial y más tarde tener la cobardía de ponerles debajo de la puerta una carta para que se vayan? Estos actos me generaron una emoción de desesperanza, la verdad, que más adelante relativicé porque considero que son muy pocos los míseros que hacen estas cosas y que espero tengan una repercusión por un agravio tan relevante. Aun así, he de reconocer que esa huella la tengo.
Así que anhelo, tristeza, desesperanza y cansancio… ¿Sólo eso? No, claro que no. También he sentido incredulidad sobre todo por los medios de comunicación (especialmente las televisiones que nos cuentan verdades a medias y nos dirigen hacía donde quieren que vayamos) y por gente que dice: “yo estoy estupendamente” ¿Estupendamente? Pero ¿cómo se puede estar estupendamente si no se tiene libertad? Una cosa es que según donde se viva y las circunstancias que se tengan, se puede sobrellevar mejor o peor sin lugar a duda. Entonces, desde ese punto de vista doy gracias cada noche por tener el hogar que tengo, la gente que me quiere, que me siga acompañando la salud y por que pueda seguir trabajando un poco al menos, pero quien niegue la evidencia de que esta situación es gravosa física, anímica y económicamente, no está en la realidad. Habrá un sector (para que engañarnos, los de siempre) que quizá salgan hasta reforzados en algún sentido, pero hay un gran sector que va a estar muy empobrecido (también los de siempre) y una gran clase media muy afectada a la que se le piden siempre muchos esfuerzos. Han muerto miles de ancianos, sobre todo de residencias y pienso que lo mismo esto sirve para hacer algunos cambios en este sector a mejor para los que iremos después, con una sociedad occidental cada vez más envejecidas.
Claro, quien lea esto dirá que lo estoy viendo todo muy negro. No, no es así. Creo que tengo la independencia mental para ser realista, sin más. Me despierto cada mañana intentando estar en el más puro presente. Veo amanecer y me quedo un rato delante del astro, me preparo un desayuno agradable que saboreo y me pongo a hacer las tareas obligadas y las no tanto. Si me centro en el presente, en lo que tengo, en el minuto, acepto lo que me ha tocado vivir, aunque sinceramente, esto no siempre es fácil. Esto hay que entrenarlo, hay que ser humilde y aprender a cultivar una de las cualidades que en este siglo XXI ha sido la gran olvidada: la PACIENCIA. Así que, tras todo este análisis de estas dos últimas semanas, me puse a diario a tenerla presente, a trabajarla y a incluirla en todos los actos de mi día a día. ¿Qué voy consiguiendo? Que todas esas emociones negativas las observe con más neutralidad, que eso que decíamos en las primeras crónicas de “ya habrá tiempo para pedir explicaciones” no se me olvide, que cuando anhelo a mis hijos y se me cruza un pensamiento extremo como “¿y si no les vuelvo abrazar”? se me diluya antes. La paciencia es la clave, bajo mi punto de vista para afrontar lo que nos queda de confinamiento, pero sin perder la capacidad de pensar, discernir y hacer garante el estado democrático en el que me ha tocado vivir. Pienso que el tiempo que resta es como cuando plantamos una semilla de una planta preciosa, que tenemos una ilusión enorme por verla florecer porque incluso, tiene un significado especial para nosotros. Nos sentamos a mirarla y por mucho que nos ansiemos, tiene su ritmo, su proceso. Así que lo único que podemos hacer es regarla cuando toque, ponerle el sitio idóneo y concentrarnos en nuestras cosas porque así nos aseguramos que crezca fuerte y bella.
Con este tono emocional termino mi tercera entrega y entro hoy lunes 20 de abril hacia el siguiente tramo: sin negar la realidad, sin enmascarar el baile de sentimientos, pero a través de la paciencia, concentrarme más en no decaer las fuerzas para seguir con más empeño lo que es mejor para mi bienestar integral.