Supone un canto a la figura de la madre, estando en un espacio natural, rodeado de piedras y árboles ancestral. Digno de que afloren los más profundos secretos.
Sin pensar en el esplendor, ni en el desamparo.
Sólo tú me enseñaste, por fin, madre,
que no hay que fijarse en las manillas,
ni existen los relojes del pasado.
Sólo tú, sin decirlo, madre, me guiaste en el hoy
de la huella finita del barro pisado…
Para que entre sonidos de las hojas,
de colores pardos y formas juguetonas,
vivencie los continuos murmullos
al movimiento cautivo de las altas ramas.
Permanezca quieta entre retazos de nubes
y espolvoreo amable de gotas purificadas;
entre deseos anhelados y pasos tranquilos,
con ilusiones tolerantes y flexibles
derivadas de frustraciones pasadas.
Me recree entre sonrisas francas y
besos acertados y bienvenidos,
con la soledad como aparejo pero,
sobre todo, sin sombras de quejidos
ni de dudas trasnochadas.
Sólo este pequeño bosque es testigo;
sólo los ancestros salados son cómplices
entre silencios y pocas palabras,
de que, por fin, pude conseguir, Madre,
que el secreto cobre sentido.
