Podcast Pilar Margod
Cuento de Navidad - Pilar Margod
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Mirando a través de los cristales, se podía observar cómo los copos de nieve se sucedían tímidos uno tras otro, mientras el vaho se aparecía a cada respiración de Mario. Esa mañana se había levantado muy temprano y cuando vio suceder el milagro, ya no se pudo despegar de ahí. Su cuerpecito de 6 años cabía en ese poyete. Estaba hipnotizado porque era la primera vez que veía nevar o al menos, la primera vez que tenía consciencia de cómo un manto tan blanco reposaba sobre lo que era la acera, en la que muchas veces jugaba con sus amigos.

Estaba deseando que sus papás se levantaran para que pudieran salir a la calle, abrir los brazos e incluso la boca y dejarse invadir por esta experiencia tan maravillosa. Así que, iba y volvía con cierta inquietud de la cocina al dormitorio de sus papás, con la intención de ver si se habían despertado ya. Sabía que estaban muy cansados porque trabajaban por la noche. Eran remendones. Lo mismo arreglaban zapatos, bolsos, cinturones… En definitiva, todo aquello que tuviera que ver con el cuero. Mario y su hermana Sofía se habían acostumbrado a dormirse, mientras el sonido de las máquinas les mecía de forma recurrente.

Estaba tan emocionado que solo quería gritar: “Está nevando”, pero no podía hacerlo. Mario se destacaba por ser un niño muy noble. Más maduro de lo que se podía esperar para su edad. Amaba a sus padres porque, aunque no tenían mucho dinero, siempre le dedicaban tiempo, una sonrisa, una mirada, muchos besos y sobre todo grandes abrazos entre los que se podía paliar cada uno de los malestares que a veces sentía.

Decidió ponerse un vaso de leche y coger las galletas y, cuando se lo tomó, se quedó echo un ovillo en el poyete de la ventana.

Los ligeros copos de nieve que se fueron posando en los cristales iban acompañados de diminutas hadas doradas, que juguetonas rozaban la ventana para intentar llamarle la atención. Con su dedito fue siguiendo el recorrido de estos minúsculos seres sonrientes, hasta que llegaron a la manilla. Entre todas hicieron fuerza y ahí estaban ellas revoloteando a su alrededor, mientras que el asombro no le dejaba reaccionar. Ellas sabían que no tenía miedo, porque Mario era un niño inocente y confiado, que distinguía con claridad las señales que le podían hacer.

Había una entre, todas las hadas voladoras, que era la que mandaba y a modo de directora de orquesta, se sacó una pequeña varita para que el resto (casi un centenar) se pusieran como una escuadra a realizar la coreografía que iban a comenzar. Mario estaba fascinado y sentado, con las piernas cruzadas, vio como todas las pequeñas hadas se ponían a su alrededor y a cada golpe rítmico de la varita, iban soltando un polvo brillante, mientras se sacudían alegres. Todo su cuerpo se vio recubierto de él. El pequeño tuvo cosquillas en la nariz y al estornudar lanzó a una de las haditas bien lejos, pegándose en el cristal… Preocupado, la recogió con mimo y la acarició. Pero sus hadas mágicas no podían dañarse cuando el corazón del humano era limpio. Así que se rio. Todas lo hicieron. De repente, Mario se sintió elevar. Varita arriba, embadurnado de los polvos y mientras unas soplaban, otras no paraban de bailar y otras tiraban como de cuerdas invisibles, lograron sacar a Mario por la ventana y elevarlo por encima de unas nubes que eran las portadoras de los fascinantes copos de nieve.

Las nubes eran mullidas, muy blancas y cuando se depositó en la más grande, las hadas se aposentaron junto y encima de él, para acompañarle al recorrido del mundo nevado.

En principio, la ciudad estaba silenciosa, apenas había nadie por la calle. Era pronto aún. No entendía bien porqué iba lento y parecía que todo fuera demasiado rápido. No reconocía lo que veía en muchos casos. Pasaron por montañas, lagos, ríos, mares, edificios muy grandes, muy pequeños, chabolas, desiertos y vuelta a empezar, pero cuando comenzaron la segunda vuelta, ya el día se había despertado con el murmullo de gente que entraba y salía de sus casas, deprisa, y sin mirarse a los ojos. La nieve seguía haciendo mella en la calle y a nadie parecía importarle.

No sabía por qué, pero Mario comenzó a sentirse triste. La gente hablaba sola con sus teléfonos, algunos, los menos, se saludaban, pero casi nadie se paraba a hablar. ¿Cómo no podían darse cuenta del acontecimiento que era sentir la nieve?

Las hadas notaron su pena y condujeron su nieve al centro de su ciudad, en el que había un gran árbol de navidad, custodiando a un belén muy extenso. Mario quiso ver con detalle y las hadas le acercaron todo lo que pudieron. Se sintió extrañado. Muchas personas pasaban por ahí y ni siquiera miraban la belleza de lo que se había expuesto. Otras, estaban tiradas por la calle, arropadas con harapos o cartones, por lo que ya no le pareció tan bonito que siguiera nevando. Mario miró entonces al hada de la varita para rogarle con sus limpios ojos que dejara de nevar. Ella, indulgente, dio una tregua por unos instantes.

En su recorrido, vio que todas las calles se iluminarían de noche y se dio cuenta de que aquello que pensaba en su mente podría verlo: gente bulliciosa admirando la belleza de los colores lumínicos, algunos comiendo castañas para que sus manos se calentaran, otras con churros, otras haciendo inmensas colas para entrar en tiendas.

-¿Tiendas? ¿Por qué todo el mundo necesitaba entrar una y otra vez en tiendas?- Las hadas miraron a la jefa ante este pensamiento y esta, dudosa, le explicó que es una época la de la Navidad, en la que unos y otros piensan en hacerse regalos para recordar que el mundo debe ser generoso, que, si se es desprendido, todo funciona mejor.

Pero esta explicación no dejó del todo alegre a Mario. ¿Por qué nadie compraba regalos a las personas que estaban tiradas en la calle o les llevaban esos regalos a las casitas bajas que habían visto, que estaban hechas de chapa o eran como verdaderos chamizos? El hada no supo que explicar y se llevó la nube y a su querido niño por los campos, para que oliera de nuevo la limpieza del mundo, pero la tristeza no desaparecía del corazón de Mario y por mucho que las hadas danzaban juguetonas en él y con él, no tenía una sonrisa alegre. Se le había abierto la caja de los por qué. Ellas sabían lo que esto significaba.

-No podemos contestarte a todos los porqués, solo podemos decirte que tienes que fijarte en lo que realmente importa para poder entender. ¿Qué es lo que te hace feliz Mario?

El niño se quedó tumbado boca abajo en la nube con sus manos apoyadas en su cara, observando de nuevo la belleza de los campos nevados, mientras que sus pies danzaban juguetones al compás de las hadas, que habían hecho un columpio con sus piernas. La sonrisa de mi mamá cuando me pone la leche con las galletas cada mañana, el guiño del ojo de mi papá cuando está gastando una broma a mi mamá, las canciones que cantamos cuando nos estamos duchando, cuando ayudo a mi hermana a andar y mis padres me dicen que lo hago bien, cuando me hacen cosquillas al acostarme, cuando  mis padres se dan besos y abrazos, les veo de reojo bailar y me dicen que también me quieren mucho, cuando siempre me escuchan si necesito algo y dejan todo de lado, cuando me caigo y me curan y me abrazan diciéndome “cura sana, cura sana… si no se cura hoy se curará mañana” y me besan la herida y ya me duele menos, cuando jugamos a pilla-pilla, a las cartas… o cuando me leen el cuento todas las noches.

Entonces, Mario se dio cuenta de lo que le hacía infelices a muchas personas, que no importaba que hubiera grandes árboles llenos de luces en medio de una ciudad, ni muchas bolsas de regalos, ni tantas meriendas. Ellos no se daban cuenta del milagro de la nieve porque no lo valoraban lo pequeño.

Mario quiso volver a su casa.

El hada de la varita le dijo que no importaba la edad que tuviera, que siempre disfrutara de la nieve cuando cayera. El centenar de hadas le soplaron al unísono su polvo dorado para que siempre tuviera presente lo que le hacía feliz, por muchos años que pasaran o por muchas modas que hubiera en la tierra, que no perdiera el espíritu de lo transcendente,  la belleza del amor entre las personas importantes de su vida.

La mamá despertó a Mario con suavidad y mientras le abrazaba, le susurraba lo importante que era descubrir su primera nevada. Mario la besó fuerte y le pidió que se fueran todos a la calle a jugar con la nieve.

-No hay mejor manera de comenzar la Navidad, hijo.