Tras la noche

Juan se sentía dolorido. Dio media vuelta a la esquina, jadeante; se asomó con sigilo y comprobó que aún le seguían. No sabía donde meterse. Con el corazón totalmente acelerado quiso buscar un resquicio de salida. Miró a todos los lados y se dio cuenta de que era imposible. Volvió a asomarse y supo por sus cuerpos, su marcha, su gesto de odio que esos tres matones iban decididos a machacarle. Sería su final. Asustado, sabía que nada tendría que hacer, que sus puños de acero, sus porras y la marca de sus incomparables botas acabarían rompiéndole todos los huesos que tenía en su diminuto cuerpo. Notó como un líquido caliente y humeante por el contacto con el exterior salió de entre sus piernas. Juan retrocedió con la espalda pegada a la mugrienta pared, que desagarraba a través de sus graffitis el horror de su momento, de su estado y quiso morirse; quiso que su corazón finalmente se saliera de la boca; así, al menos, su final sería menos doloroso. Pero no. Ahí estaba él encogido, echo un ovillo entre la miseria de cualquier rincón de no importa cualquier ciudad. Miró hacia arriba un instante, pudiendo confirmar la sonrisa irónica, especialmente del cabecilla mientras golpeaba de forma rítmica el bate con el que su vida terminaría…
Juan dio un salto en la cama. Su respiración estaba acelerada y se encontraba sudoroso. En medio de la oscuridad de su cuarto tuvo tanto miedo que no sabía si la leve sombra de la farola que se dejaba entrever por las rendijas de su alcoba, podía tener algo que ver con el horror de ese gesto.
Tardó unos segundos, que le parecieron eternos, en reaccionar. Se levantó de la cama y fue al baño. Sentía, incluso, que había mojado su ropa. Estaba impactado otra noche. Lloró como un niño. No podría aguantar esta situación por mucho más tiempo.
A la mañana siguiente quiso hablar con Isabel, una amiga que además de compañera de trabajo podía ser una persona más importante si al menos se decidiera a revelarle sus sentimientos.
-¡Qué mala cara tienes hombre!- dijo mientras se sentó a desayunar a su lado.
– Gracias, yo también te quiero- contestó con desgana.
– ¿Qué te pasa? ¿Muchas juergas por las noches?
– Ojala fuera eso…
– ¿Algún problema? …. ¡Uf este croissant está estupendo!
Juan se le quedó mirando con admiración.
– ¿Tú siempre duermes bien?
– Generalmente, ¿por?
– ¡Qué se yo!
– ¿Quieres decirme algo Juan?
– En realidad sí.
– Pues venga, hombre, que sólo tenemos…ya los veinte minutos del recreo.
– Es poco tiempo… ¿querrías comer conmigo?
– Hombre, ¿ahora se liga así? ¿Dando lástima?
Juan volvió a mirarla. Era muy guapa. Ojala fuera ese el objetivo de su cita (bueno o quizá no). No hizo falta que contestara. Isabel, que quería minimizar la problemática, se dio cuenta de que era algo serio.
– A las dos en la salida.
– Vale.
Al terminar su jornada, Juan se sentía raro; las piernas le temblaban. Mientras recorría todo el pasillo que le llevaba de su clase a su despacho y de éste al exterior, tuvo que encontrarse con una avalancha de estudiantes que gritaban, corrían o simplemente salían por fin. Aún así, esto era más amable para él que tener que verse las caras con el resto del equipo docente. Tenía la sensación de que el temblor que tenía debajo de sus pantalones era percibido por todos los adultos con los que compartía profesión. Se sentía agotado, como si una losa estuviera posada encima de su cráneo y le fuera hundiendo a cada segundo que su vida transcurría.
¿Cómo era posible que fuera el director del Centro? ¿Cómo era posible que nadie notara su desdicha? ¿Cómo ninguna persona imaginó que tenía un terrible secreto y que éste le perseguía todas las noches desde hacía años?
Allí estaba ella, puntual como de costumbre, con su sonrisa en la cara como si nunca tuviera preocupaciones.
Fueron a comer a un sitio alejado del centro de trabajo para no encontrarse con nadie. Disponían de toda la tarde e incluso la noche.
– Bueno, Juan, ¿qué es eso que me quieres contar?, veo que llegamos a los postres y no sueltas prenda.
– Hace mucho tiempo… yo… esto (encendió un cigarrillo)… todas las noches…
– A ver, hombre… Espera, que me lío. Vamos a comenzar por lo de las noches. ¿Qué te pasa por las noches?
– Pues… por las noches… tengo una pesadilla horrible que se me repite desde hace años… A veces a diario, otras no tanto… No sé porqué en ocasiones es más frecuente que en otras… y yo… yo… no puedo más.
Juan comenzó a llorar de manera espontánea e Isabel constató la gravedad de su situación.
– Tranquilo, a ver… ¿No has consultado con un especialista?
– No… no me atrevo.
– ¿Por qué?
– Pues, porque no… es como si me diera vergüenza o miedo.
– Ya, pero bueno… ¿quieres contarme el sueño?
Juan no quería. Era demasiado horrible, demasiado insultante y demasiado depravado, pero estaba ahí intentando al menos buscar una salida con una de las personas que más confianza le inspiraba.
– Me tienes que prometer que no se lo contarás a nadie.
– Palabra de honor- Isabel adoptó una pose miliciana para enfriar un poco el ambiente, pero Juan no se rió-.
– Isabel, lo que vas a escuchar es muy serio y muy vital para mí y no puede saberse. Nadie lo sabe y yo no puedo vivir más con esto porque me voy a morir o me voy a volver loco; no puedo más.
Isabel le miró y le pareció un extraño. Llevaban cinco años trabajando juntos, siendo ella la jefa de estudios del Centro que él dirigía. Ambos se presentaron voluntarios y repitieron mandato. El concepto que tenía de Juan era de un hombre seguro, fuerte y muy capaz. Siempre luchaba por las causas más desfavorecidas, motivo por el que pidió ese centro en cuestión, ese instituto tan difícil del sur de la ciudad. Se sentía ligada a él por filosofía de vida, porque ella se había criado en un barrio obrero y quería ayudar a estos jóvenes estudiantes multirraciales. Por un momento se asustó y tras jurarle que nadie le sacaría una palabra jamás, él comenzó a relatar el sueño como si lo viviera, como si a cada palabra notara el peso de la situación.
Hubo un momento en que Isabel se emocionó. Cuando Juan terminó encendió un cigarro, aspiró con fuerza y por una vez en su vida, no supo qué decir.
– ¿Qué te parece mi vida nocturna? Le preguntó con la sonrisa más dolorosa de cuantas recordaba.
– Eso pasó hace mucho, ¿no Juan?
– Sí, mucho, mucho tiempo. Yo tenía unos 16 años. Fíjate… tengo 43 ¿Puedes entender cómo se vive con este lastre?
– Sigo sin entender por qué no has buscado ayuda…
– ¿Cuándo?
– Pues en el momento…
– ¿En el momento? Te diré cuál era el momento… Mi padre era alcohólico. Mis tres hermanos y yo teníamos que padecer en diferentes momentos palizas o broncas simplemente… diría yo… por eso, por el simple hecho de existir y mi madre tenía que trabajar tanto que ¿cómo le iba a andar yo con estas cosas?
– Pero Juan, quizá entonces no pudiste hacer nada, pero luego… más adelante ¿cómo conseguiste salir de esa situación? ¿Cómo es posible si estabas tan afectado y no lo tienes superado? Ahora sí que puedes… Tú trabajas con jóvenes precisamente o supongo (dudó) por lo que te pasó, para que nadie tenga que pasar por esas situaciones y… si no estás bien… ¿cómo lo haces?
– Las cosas no son fáciles…Al principio fui superando mis crisis con ayuda de mi tutor de segundo de secundaria. No sé porqué extraña razón creía en mí y comenzó a ser mi sombra y gracias a su empeño me metió en los grupos de ayuda, los centros de barrio, comencé con el deporte, ayudé a otros jóvenes y mientras estaba en esa situación y gracias a este apoyo pude superarme, así que se me olvidó o al menos eso creía. Estaba muy ocupado, desde luego… Pero…
– Pero… volvió el fantasma ¿no?
– Eso, volvió.
– ¿Por qué volvió Juan?
– … Cuando… cuando mi padre murió. Al cabo de 8 años, estando yo en la carrera, mi padre falleció de cirrosis y esa primera noche, comenzaron las pesadillas.
– Ya. ¿No era buen momento para solucionarlo entonces?
– Me fui de viaje. Tenía que marcharme y me dieron una beca Erasmus. Me distraje todo lo que pude y me sirvió como terapia.
– Pero volvió a aparecer, ¿no?
– Sí, efectivamente. Al terminar la beca me quedé un año más trabajando en Irlanda. No quería volver por aquí, al menos todavía no.
A medida que Juan contestaba a las preguntas de Isabel se iba enajenando como si el recuerdo se acercase a la mesa donde estaban a punto de consumir los cafés. Su mirada era un viaje al pasado.
– Entonces, ¿cuándo volvió? ¿Cuándo regresaste?
– Sí, cuando regresé- contestó tras unos segundos de silencio-
Juan no seguía e Isabel no sabía si era bueno o no continuar por ahí.
– Si quieres lo dejamos- mientras alargaba afectuosamente su brazo para tocar su hombro.
Juan se le quedó mirando unos instantes.
– Cuando volví tuve una sensación muy rara. Mi madre estaba algo más recuperada que antiguamente. Mis hermanos sonreían más. Mi barrio tenía un aspecto más… ¿digno? Todo era mejor y sin embargo… ¿por qué me sentía tan mal? ¿Quizá por el choque? A partir de ese momento no han desaparecido las pesadillas salvo breves periodos de tiempo.
– Ni siquiera, ¿Cuándo estás en medio de estos jóvenes a los que ayudarles es tan importante? ¿Esto no te reconforta?
– En parte sí y por el día me siento bien, pero debe ser sólo en parte, a tenor de las circunstancias.
– Perdona, Juan, pero sigo sin entender por qué ahora no buscas solución. Yo creo que si preguntamos a Carmen, ya sabes, nuestra psicóloga, ella…
– No- respondió tajantemente.
Juan miró de manera muy brusca a Isabel.
– Señorita, la cuenta por favor- y volviéndose a su amiga- gracias por escucharme Isabel. Tenemos que irnos.
Al salir de la cafetería ambos cogieron por distintos caminos para volver a sus casas. El día, que estaba gris amenazaba con una fuerte tormenta y aún así, ambos, por separado, decidieron ir andando.
La noche cayó y junto a ella diminutos cristales rompían su quietud de forma constante y cada vez más intensa. Juan se asomó a la ventana y notó cómo el alma se le encogía. Miró el reloj y se resistió a acostarse una noche más ante el terror que sentía. Ahora le rodeaba además la incertidumbre de saber si había sido correcto hablar con Isabel ¿y si ella hablaba con Carmen por su cuenta? Pero no, ella le había prometido… y él creía en su amiga… Su amiga… ¡cuántas veces al principió ensoñó con la posibilidad de ser algo más, de poder compartir su vida con ella…! Decidió poner la tele. Era el único remedio.
Isabel se despertó bruscamente cuando un rayo iluminó su habitación de golpe. Se sentó en la cama y con la mirada clavada en la pared se quedó inmóvil. De un salto se levantó y miró por la ventana. La lluvia arreciaba. ¿Qué hora era? Se asombró de que sólo fueran las dos de la madrugada. Tenía la sensación de estar durmiendo mucho más tiempo.
Dudó por un instante, volvió a descorrer los visillos y sin pensarlo dos veces, se encajó de manera vital unos vaqueros, un jersey, se hizo una coleta rápida y se calzó con sus botas de campo. Cogió el primer anorak que tuvo a mano, las llaves y salió de la casa deprisa y sin esperar al ascensor, acelerada bajó las escaleras de dos en dos.
Con un poco de suerte llegaría a coger el autobús nocturno de las 2 y 20 h. Corrió por entre los charcos sin notar cómo el agua traspasaba a su interior. Una vez sentada el frío le iba recordando dónde estaba, dónde se dirigía.
La puerta del portal estaba abierta y, al llegar, Isabel dudó de si era mejor avisar. De nuevo se dejó llevar por el instinto y subió rápida las escaleras que le conducía a su vivienda. Sin pensárselo, llamó a su puerta.
Juan dio un respingo. Se había traspuesto en el butacón. Miró el reloj: las tres menos cuarto de la madrugada. ¿Quién sería? Al mirar por la mirilla se quedó paralizado. Abrió tímidamente la puerta.
Ahí estaba Isabel, empapada y paralizada.
.- ¿No me invitas a entrar?
Juan tardó en contestar
.- ¡Claro! Perdona mujer… pasa, pasa…
Rápidamente fue a buscar una toalla y al dársela le invitó a que se sentara. Incluso le prestó un pijama mientras se secaba su ropa. Isabel lo rechazó en principio.
– ¿Qué haces aquí? ¡Me has dado un susto de muerte!
– Ya… Es que… tuve una pesadilla… yo… me desperté y tuve que venir.
– Vaya… ahora ¿esto también se pega como los virus? –Dijo poniendo una dosis de humor para caldear el ambiente-
– Juan, necesito saber ¿por qué no has pedido ayuda? ¿Por qué te sigues negando? Y ¿Desde cuando de nuevo tus sueños han sido más frecuentes?- le cuestionó mientras se quitaba del tirón el pantalón y se ponía el otro.
– ¿Por qué Isabel?
– No, Juan, eso no vale. No vale que tú me preguntes. Recuerda que yo no te he llamado; recuerda que has sido tú quien me ha buscado. Dime tú primero…
– …Vale, vale… ¿quieres un café?
– No, ahora no, gracias.
– A ver… cuando volví y terminé mi carrera mejoré un poco- empezó mientras se sentaba de nuevo en el sofá con pereza-. Oposité y pedí centros siempre marginales y no tenía ningún problema. Fueron muchos años de gran esfuerzo, mucho trabajo y eso me ayudaba a continuar. No tenía más fijación que trabajar y trabajar. Cambiar de Institutos me ayudó bastante. A medida que veía que no tenía las pesadillas, me animé y pensé que todo estaba superado, pero…
– ¿Pero?
– … Entonces apareciste tú…
– ¿Yo? ¿Qué tengo que ver yo en esta triste historia?
– Pues… cuando viniste al Instituto y después cuando comenzamos juntos la dirección fui sintiendo por ti algo más… que amistad… y a medida que me podía imaginar algo contigo… las pesadillas resurgían con más fuerzas…
Isabel se sentó. No podía comprender.
– ¿Por qué nunca me dijiste nada Juan?
Juan se levantó y se dio la vuelta, miró a la pared. No se atrevía a mirarle a la cara pero ella esperaba una respuesta. Lentamente se giró sobre sí mismo.
– Sabía que era imposible.
Isabel estaba sorprendida. Ella sentía algo bonito hacia ese hombre que cada vez conocía menos. Ese hombre que había a veces idealizado. Ella, que siempre presumía de buena intuición, ¿Qué estaba pasando realmente? No entendía nada o quizás no quería entender.
Juan se sentó de nuevo. Ambos estaban en frente. Se sentía hundido.
– ¿Quieres que continúe?
Isabel no sabía si quería seguir escuchando. Juan le mantuvo la mirada con firmeza y ella la bajó. Algo no iba bien.
– Isabel, Isabel… ¿Sabes? Una de las cosas que más me gustaron de ti cuando te conocí fue tu capacidad de ilusión, tu idealización de los casos… la bondad con que los afrontabas… y que a pesar del tiempo que ha pasado sigues siendo positiva…
– Eso, en parte lo he aprendido de ti, ¿lo has olvidado?
Juan esbozó una triste media sonrisa. Ya no podía evitarse.
– Era necesario… Era necesario poner una máscara…
Isabel no pestañeaba. Su respiración se agitó. Dejó que continuara.
– …A veces la máscara puede incluso, pegarse tanto a tu cara que olvidas quien eres en realidad… Sí… y veo que funcionó, al menos de día. Ser positivo, optimista…me ayudó y fíjate hasta convencí a todos…Bueno a todos no.
– ¿Quién falta? Porque sabes que eres muy querido.
– Yo, falto yo. Yo no puedo convencerme… ¿por qué te crees que tengo esos horribles sueños si no, querida Isabel?
– No sé… Juan, dímelo tú- esbozó con un hilo de voz-
Juan haciendo un gran esfuerzo, se echó para atrás, con las manos entrelazadas en su nuca y mirando fijamente a esa mujer a la que tanto admiraba.
– ¿Qué parte de la pesadilla te daría más miedo Isabel?
Se hizo el silencio.
– No importa, te lo diré yo-dijo mientras se levantaba y se ponía cerca de ella, a su espalda, quien permanecía inmóvil, sintiendo su aliento-
– Lo más horrible de todo es el sonido… el sonido de ese bate y no mientras que amenaza, no, qué va… sino cuando choca brutalmente con la cabeza del otro… entonces sientes hasta el calor de la sangre brotando por entre tus sienes… Tener que vivir con ese ruido, ese olor del fluido, esos gritos de auxilio…
– ¿Por qué Juan? ¿Por qué lo hacías?- preguntó aterrada-
– No sé. Supongo que porque me sentía tan mal, tan dolorido que no lo soportaba. Era mejor, era como más fuerte… digamos que era… otra máscara…
Juan se sentó de nuevo en frente de ella. Ahora quería ver su rostro. Isabel notó cómo las lágrimas recorrían su mejilla. Sentirlo tan cerca le había asustado. Prefería mirar al suelo.
– ¿Qué pasó con ese muchacho?
Juan ya no pudo sostener su mirada. Se encogió en sí mismo.
– Lo dejamos ahí tirado y nos fuimos corriendo. Yo llegué a mi casa y para variar mi padre me estaba esperando pero esa vez de manera más violenta que en los últimos tiempos. Era tarde y me cogió con ganas. Comenzó a golpearme. Yo me resistí y… quise… quise matarle si hubiera podido… Al ver que me rebelaba, él cogió el palo ese para amasar pan. Todo fue muy rápido. Yo me tiré al suelo y me encogí mientras él me insultaba y me decía lo desgraciado que iba a ser el resto de mi vida…
Juan hablaba despacio, como si estuviera reviviendo ese momento.
– … Entonces miré para arriba y le vi. con ese palo y no sé que pasó… me acordé de ese chico… yo… yo era ese chico ahora y me iba a destrozar otro que se creía tan fuerte como yo hacía unos instantes… otro que tenía otra máscara de esas… y no sé de qué manera me pude escabullir… Creo que porque mi madre se puso en medio… salí corriendo… corrí y corrí y sin detenerme volví al callejón.
– ¿Volviste a por ese chico? – Preguntó Isabel con incredulidad.
– Sí. Le encontré inmóvil. Había un charco de sangre a su lado y pensé que estaba muerto… pero le cogí en brazos y me lo llevé. Paré a un taxi y lo llevamos al hospital.
– Pero… ¿cómo es que no te detuvieron?
– Yo que sé… En urgencias dije que le había encontrado y supuse que si él salía de esa no se atrevería jamás a denunciarme. Supongo que estaría tan asustado…
– ¿Qué hiciste después?
– No tenía adonde ir. No sabía qué hacer y sólo podía recurrir a mi tutor. Él era quien (no sé por qué extraña razón) seguía creyendo en mí…
– ¿Le contaste lo sucedido?
– No, qué va. No tuve valor. Ya te he dicho que no se lo había dicho jamás a nadie.
– ¿Qué pasó?
– Le conté que mi padre me pegaba y que esa noche me dio una paliza (vio las marcas, todo era muy creíble) y que me escapé… y que en esas… me había encontrado a Pepe (era compañero del Instituto) y que me ayudara, por favor. D. Mateo curó mis heridas esa noche. Me acogió y me salvó de hacer más salvajadas. Nunca me preguntó nada más.
– ¿Se salvó Pepe?
– Sí… Pero perdió un ojo y le dañamos un nervio por lo que cojearía toda su vida. Nunca más le volví a ver. Ni a él ni a mis otros colegas, porque entonces yo hubiera sido el siguiente. Le pedía a D.Mateo que me cambiara de instituto y ya te he dicho que fue mi sombra.
Isabel no quiso saber cuántos Pepes hubo en la vida de Juan.
– ¿Qué tengo que ver yo, Juan?
– ¿Tú qué crees? ¿Cómo ibas a quererme Isabel?
El día estaba asomando por entre las ventanas. Isabel se marchó.
Al cabo de tres meses Juan recibió una carta de Isabel.
“Querido Juan:
Quizá no entiendas porqué pedí traslado. Ahora estoy en condiciones de explicártelo aunque no sé si ya te interesará.
Cuando fui aquella noche a tu casa fue para escuchar lo que me dijiste. En mi sueño te veía haciendo lo que contaste y necesitaba confirmarlo, aunque en el fondo de mi corazón deseaba que no fuera así.
Quizá te quedaste con la confirmación de tus miedos, con que yo no podría querer a una persona como tú. Lo siento, pero no fue ese el motivo por el que me alejé de tu vida. En realidad me dio mucha pena escucharte y pensar que eres una víctima de la VIOLENCIA, así en mayúsculas. Tú, Juan o Pepe ¿qué más da? No puedo repudiarte como víctima, al contrario me produce compasión… Lo que pasa es que no puedo comprender cómo en tu ánimo de superación no incluiste la honestidad. Ponerte esa máscara y vivir con la mentira tantos años te ha impedido llevar una vida plena, incluso a la hora de formar una familia (conmigo o sin mí eso no importa) ¡Qué diferente hubiera sido si hubieras ayudado a esos chicos admitiendo lo que te pasó! Si hubieras buscado a Pepe y te hubieses conciliado con él de alguna manera… No sé, Juan…Quizá es imposible, quizá yo no pueda ponerme en tu piel… pero eso es lo que me alejó. El pensar que estaba con un hombre que reflejaba un interior y…me sentí… engañada y asustada, la verdad.
No sé qué habrás hecho tras esa noche. Quizá el desahogo de hablar te ayudara a disminuir las pesadillas y a vivir sin la condena de tu conciencia… No sé Juan, pero sigo pensando que necesitas ayuda.
Quizá si algún día hicieras algún cambio importante, quizá si consiguiéramos coincidir…. ¡Quién sabe!
Te deseo lo mejor, Con cariño
Isabel”
Juan sintió las lágrimas correr por su mejilla y tras unos segundos de recuperación colgó la carta con los imanes en la cocina, justo al lado de su tarjeta de citas al psicólogo.